LA DEMÉRITOCRACIA
El filósofo
estoico Séneca, tutor y consejero del emperador Nerón, postuló que “Un mediocre jamás se recupera de un éxito”.
Algo de eso les está pasando a un par de Fernández de nuestra política. A Alberto, el Presidente de la Nación.
Y a Carlos, el alcalde de la ciudad
misionera de Oberá. Políticos mediocres que, electoralmente, han tenido más
éxito del que se merecen. Y no se pueden recuperar.
El Presidente, cuando apunta contra la
denominada “meritocracia”, no está planteando una discusión ideológica o
filosófica. Está siendo práctico como siempre lo fue. ¿Qué es ser un político
práctico en la Argentina del siglo XXI? Es cuando un señor inescrupuloso se
acomoda a las circunstancias, pretendiendo que sus descaradas contradicciones
verbales y fácticas se vean no como un vicio sino como virtud. Alberto
Fernández fue designado por Cristina Kirchner para ser la cara presentable que
se le ofrecería a un electorado cándido y desmemoriado. Alberto se maneja como si
una década de profundas críticas a todo lo que ahora elogia constituyera una
simple anécdota. ¿Esperar que alguien que
se mueve así sea un entusiasta del mérito? Cuidado con algunas esperanzas.
El intendente de Oberá acaba de pasar las
horas más tensas de su casi lustro de mandato. Aunque la huelga de cinco días
de los empleados municipales terminó de la única manera que podía: para
trabajadores que no cobran ni siquiera la mitad de lo que vale hoy una canasta
básica alimentaria cualquier aumento es una buena noticia. La desesperación de cobrar un salario miserable en una ciudad cuya
oferta laboral es cero, volvió a ser la mejor aliada de los funcionarios
renovadores. Hace veinte años el establishment obereño eligió a Ewaldo
Rindfleisch porque era uno de los suyos. En 2015 esa misma “crema” de Oberá
eligió a Carlos Fernández para que no levante ninguna alfombra. La sociedad que
le permitió todo a Rindfleisch después votó a Fernández para olvidar. Votó para olvidar. Carlos Fernández es
una buena persona y un estupendo médico. Y eso es todo.
El recorrido de los Fernández no es muy
diferente del de otros apellidos de nuestra política. Hay que entender que ni
Alberto ni Carlos están en la política para enriquecerse personalmente. Están en el poder por el poder mismo.
Por lo que significa llegar a intendente, gobernador, diputado o presidente. Su capital político habita en sus
cervicales. En un cuello bien flexible para poder girar la cabeza lo suficiente
y no tener que ver lo que hacen otros. Lo sabe Cristina. Y Rindfleisch
también.
Para
hacer política con estos objetivos, aceptar ser garante de la impunidad de
otros a cambio del progreso político propio, no se puede reclutar gente tuteada
con el mérito. Se necesitan milicias curtidas en el demérito.
Así aparecen Martín Guzmán con la “sarasa”
o Juan Ameri, el diputado “chupateta”, entre tantos. Es increíble que se pierda de vista que la jefa política de
Alberto es Cristina. Y que el jefe político del Carlos de Oberá es el Carlos de
Posadas. Como si eso no quisiera decir nada.
Que nadie le pida al Presidente otra cosa
que no pase por impulsar la impunidad de los kirchneristas porque para eso está
donde está y será cuestión de los electores evaluar por qué se comieron el
amague. Que nadie le pida al Intendente de Oberá ningún cambio radical porque
lo votaron para hacer gatopardismo. Los obereños no pueden esperar los
beneficios de ningún proyecto de ciudad porque lo que hay es solo otro proyecto
de poder. La carrera política de
Fernández irá para adelante. Pero Oberá se quedará donde está.
Si
nuestra sociedad busca de verdad que cada uno reciba lo que merece la vienen
pifiando horrible en el cuarto oscuro. ¿Qué no había opciones? Correcto,
entonces a bancarse lo que vino y lo que vendrá. Y habrá que aceptar que el
debate sobre el concepto de meritocracia exige
una profundidad que hoy está demodé.
Hace once meses 12.946.037 argentinos
consagraron a Alberto Fernández como presidente. Hace quince meses 18.520
obereños reeligieron a Carlos Fernández como alcalde de la segunda ciudad de
Misiones.
“Tragan sin digerir. Ignoran que el hombre
no vive de lo que engulle, sino de lo que asimila”, advierte José Ingenieros,
preocupado por la educación, en “El hombre mediocre”.
Ese
es el plan.
Que traguen. Sin asimilar.