“La Tuerca”
fue un programa cómico de la televisión nacional, creado por un señor llamado
Héctor “Toto” Maselli” (el mismo de “Los Campanelli”), que se emitió tanto en
la era del blanco y negro como en la era del color. Lo protagonizaban actores
con mucho oficio encima (Osvaldo Pacheco, Vicente Rubino, Tino Pascali, Joe
Rígoli, el “Pato” Carret, Julio López, Carlos Scaziotta, Marcos Zúcker, Tristán,
Nelly Láinez y Guido Gorgatti, entre otros). Y en sus sketches se retrataban escenas atemporales de la forma de vivir de
unos cuántos. En “La mordida” parodiaban
la jugada que permitía que trabajos como el cambiar una lamparita, poner un
tornillo, o cambiar el vidrio de una ventana, llegaran a facturarse en cifras millonarias.
Según la escala jerárquica de la empresa, estatal o privada, cada uno le
agregaba a la factura “su parte”. Al laburante convocado para el arreglo le
decían “Quedate tranquilo. La tuya está”.
Porque a él le pagaban solo lo que le correspondía. Y el primero en la lista de
“mordidas” (un inolvidable Vicente Rubino), hacía de su reclamo una constante: “No me dejen afuera”.
Hace unos días nos volvimos a enterar de
otra “mordida”. En plena pandemia hubo
miserables y canallas que intentaron llevarse unos trescientos millones de
pesos a través de una megacompra de alimentos que hizo el Ministerio de
Desarrollo Social. El estado nacional, con el dinero de la gente, compró
aceite, fideos, arroz y lentejas a valores
muy pero muy alejados de los denominados “precios máximos” que el propio
gobierno indica que son de cumplimiento obligatorio. Algunos dicen que los
responsables son los funcionarios públicos. Lo son. Otros dicen que son los
empresarios. También lo son. “La
mordida” precisa de unos y de otros. No se excluyen, se complementan. Pero
con una diferencia sustantiva: siempre
es el estado quién tiene la mayor responsabilidad. Es el gestionador del bien
común, el “arbitro” en el cruce de intereses. Concepto de Educación Cívica del
primer año de la secundaria.
El presidente Alberto Fernández, aprovechando que goza de cierto blindaje por el cagazo general ante el coronavirus,
respondió diciendo cosas que pueden ser ciertas pero que en su boca suenan
menos ciertas. Dijo que “debe terminarse el país de los vivos”. Que el ministro
Daniel Arroyo es un hombre honesto que debió resolver rápido entre “el hambre
de la gente y empresarios que se plantaron”. Y agregó que iban a investigar a los
responsables. Tuvieron que echar a
quince. Y resultó que entre los quince funcionarios cesanteados (a
confesión de parte…) hay un tal Gonzalo Calvo, quién hace apenas un año fue apartado de otro cargo público por el
intendente kirchnerista del partido bonaerense de Almirante Brown porque, como
ahora, estuvo sospechado de corrupción. ¿Quién
lo nombró en el nuevo cargo nacional? ¿Magoya o el ministro Arroyo? Y no
hay que perder de vista que esta
“mordida” trascendió gracias al periodismo que continúa haciendo su trabajo.
De lo contrario nadie se hubiera enterado, el estado hubiera pagado con
sobreprecios, y el tal Calvo seguiría en su puesto. Y “sanseacabó”, diría
Máximo Kirchner.
Es lo mismo que sucede por estas latitudes.
Si no fuera por unos pocos, como Misiones
Cuatro, todo sería propaganda oficialista, ponemicrófonos y cero repreguntas.
Uno entiende que a los muchachos que manejan la cosa pública y a sus ladillas les debe molestar que la prensa no los deje “morder” tranquilos.
Los enfrentamientos seguirán entonces porque el periodismo, cuándo se ejerce en
serio, es así. “A pelarse”, diría un exgobernador misionero.
En la Argentina “morder” con la obra
pública y sobrefacturar todo lo que la falta de controles republicanos permita
es parte de la cultura política. No
debería serlo. Buena parte de la sociedad tiene alta tolerancia a la
corrupción. No debería tenerla. Y
muchos siguen actuando como si la plata del estado la pusiera Dios. Pero no la pone Dios.
Está bien que el Presidente, que es quién
tiene la penúltima palabra, concentre sus
energías en el combate al coronavirus a favor de salvar vidas, nada menos.
Como también es correcto que el periodismo haga lo suyo. Lo que no está bien es
que la oposición, nacional y provincial, juegue al “dígalo con mímica”. Porque no todo es COVID-19.
Y las
audiencias podrían aprovechar estos tiempos de cuarentena para leer algún
librito de esos que enseñan civismo. Es más provechoso al alma y a la mente
que perder el tiempo intentando justificar con argumentos cada vez más desopilantes
a quiénes muerden donde no deben, solo
porque son de su “palo” político. Y si la
pereza mental ya no permite leer entero un libro de papel, en internet hay estupendos resúmenes de los
trabajos de Thomas Hobbes, de John Locke, de Jean Jacques Rousseau, o del Baron
de Montesquieu. Que fueron unos tipos que escribieron sobre algunas cuestiones de
las que sabemos bastante poco.
“No hay cosa que dañe más a una nación que
el astuto pase por inteligente”, dijo el filósofo inglés Francis Bacon.
Puede que leer en esta cuarentena nos
ayude con eso. A ver si conseguimos algunos
astutos menos.
Y algunos
inteligentes más.
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