EL ORGULLO DE SER ARGENTINO…
Desde que el misionero Romero le atajó un
par de penales a los holandeses y el rosarino Maxi Rodríguez le perforó el arco
al golero tulipán poniéndonos en la final de un mundial de fútbol tras un
cuarto de siglo, “el orgullo de ser argentino” se convirtió en una sensibilidad
declarada que copó la parada. Se la oye decir, se la expresa por televisión o
grabada en una remera, se la puede leer en varios portales de internet o en las redes sociales.
No sé si a vos te pasará lo mismo pero yo
no necesito que un tiro libre de Messi sea gol o que el domingo levantemos
nuestra tercera Copa del Mundo en mundiales de mayores para sentirme orgulloso
de haber nacido acá. “Acá” es mi
Argentina. Tú Argentina. Nuestra
Argentina.
Ser argentino es algo que no cambiaría ni
aunque pudiera. Amo las cosas que se me hacen irremplazables de nuestra
idiosincrasia. Amo nuestros cafés. La impresionante belleza de nuestras
mujeres. A Perón y a Evita del mismo modo que otro a Irigoyen, Illia o
Alfonsín. A San Martín, a Belgrano y a Artigas (el más argentino de los
uruguayos). Amo la obra excelsa de Borges, Eduardo Mallea, Cortázar, Alfonsina
y Rodolfo Walsh. A Boca Juniors. A
Buenos Aires. También a la Oberá que
tanto me da. Amo los olores de mi infancia
con el café con leche listo para tomar. El bandoneón de “Pichuco” y
además el de Piazzolla. La voz de Gardel
cuando dice “yo sé que ahora vendrán caras extrañas…” y le creo su dolor. A
Luca Prodan, a Charly y al flaco Spinetta. A la estética de mi lenguaje, que es
un idioma que le ofrece a las sensaciones unas garantías que no les debe
ofrecer ningún otro. A Rosario, la tierra de mi viejo, la quiero precisamente porque parió a mi viejo. Y a Pompeya, el
porteño barrio de mi vieja, lo quiero porque de ahí era ella. Amo la pizza de
muzzarella con fainá y a nuestros vinos sin rival. Las medialunas de grasa. La
radio. Nuestros artistas. Olmedo. Las revistas de “Isidoro”. Nuestra variedad
de climas. El mar, las montañas, las sierras y nuestros ríos. A lo que estudié
y a lo que debería estudiar. A lo que aprendí acá y a lo que también acá
debería seguir aprendiendo. A Pappo. A
“La noticia rebelde”. La película “Camila”. A mi hermana. A mis sobrinos. A mi
mujer que es mi amor. A los abuelos que no conocí. A las calles que recorrí. Al sol de cada día
y a cada una de mis noches.
Cada crítica que le hago a mi país, a mi
ciudad natal, a mi barrio, o a donde vivo ahora, es hija de la indignación que
me produce que no seamos ni la mitad de lo que podemos ser. Que nuestro sistema
de Salud haya sido eliminado en Primera Ronda, nuestra Justicia en Octavos, la
Seguridad en Cuartos y nuestra Educación ya no clasifique más a ningún mundial.
Me molesta que le roben a mi país y con la camiseta puesta para impactar a los
giles. Que nos tengan postrados y no los canallas de afuera, que los hay, sino
los déspotas de adentro.
Así las cosas el domingo a la tarde-noche
seré el primero en festejar si ganamos. Como hice en 1978 o en 1986 porque
ganar un mundial es hermoso. Ser colectivamente feliz es hermoso. Y si perdemos
me amargaré. Como me sucedió en 1990.
Pero no me vengan con el impresentable
cuento de que descubrieron el valor de la argentinidad en un quite de
Mascherano. La pelota no es la patria
así que no intenten trasladarme a mí sus dudas acerca de algo que hace mucho
tengo en claro.
Ese algo es que me encanta ser argentino.
Y para que me siga encantando, yo no
necesito levantar ninguna copa.
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