martes, 10 de marzo de 2015

  LO QUE HAY QUE TENER PARA INDIGNARSE

     Frente a hechos aberrantes no todas las personas consiguen indignarse. ¿Por qué?  La etimología nos da la respuesta: para “indignarse”, primero, hay que tener “dignidad”.


      El concepto de "dignidad" en su dimensión político-social, aparece en la "dignitas" (en latín) de la antigua Roma en la que está ligado a la política, entendiendo a la política como lo que era en su génesis: la preocupación del ciudadano por la cosa pública. Impregnada de un carácter moral, la dignitas romana representaba la cualidad distintiva del hombre que era íntegro. Así las cosas la dignidad tiene mucho que ver con la educación, pero también con un impulso interior, algo que viene desde adentro y se gesta en las tripas. La dignidad es el rival directo e irreconciliable de la esclavitud de modo tal que para alcanzar la dignidad hay que amar la libertad.  Debe ser por eso que en cualquier tiempo y lugar a un “ciudadano” le sobra toda la dignidad que al “vasallo” le falta.

     En su dimensión teológica, el crisitianismo nos enseña que la dignidad del ser humano nace de su semejanza con Dios. En todo credo, la dignidad surge cuando lo divino que habita en el hombre supera a lo animal que hay en él. San Agustín nos dice claramente que Adán-el primer hombre y de ahí su descendencia-fue creado a imágen y semejanza de Dios y que por eso adquirió dignidad.

     Ergo, no cualquiera se "indigna". Hay quienes podrán enojarse, molestarse, tener bronca. Pero para poder “indignarse”  hay que sentir visceralmente que te quieren quitar tu dignidad. Y para que te puedan quitar algo, primero tenés que tenerlo. Es una idea que adquirió las formas de la convicción en lo bello y lo sublime que observa Kant, en los trabajos de Nietzche, en los de Schopenhauer, en los de Schiller, en la lucha por los derechos humanos en serio, en el rico y en el pobre, en el cristiano y en el ateo, en el joven y en el viejo, en el hombre y en la mujer. Seguro te debés acordar que la dignidad, en la Argentina de nuestros padres, era mayoría.

     La pérdida de la capacidad de asombro es la principal característica de una Argentina que devino en el sueño de todo déspota: mansos y conformistas se cuentan por millones y más que rebelarse contra el Poder que los oprime buscan ser parte de él. Es cierto que la mentira nunca ha tenido tanta libertad como para lograr que tantos compatriotas de buena fe crean que comer miguitas de la  gran torta que degluten los poquitos de siempre (los de siempre porque nada ha cambiado)  es estar mejor. Tan cierto como que conviven con nosotros  tipos y tipas a quiénes la corrupción del Poder, en vez de “indignación”,  les provoca “envidia”. Y en eso tengo malas noticias: siempre que  la economía parezca que va bien, será una enfermedad incurable.

      Hace mucho que hemos puesto el ojo en esa parte de la sociedad que no tiene problemas en bancarse las barbaridades perpetradas por los ocupantes de un Poder al que tanto investigamos. Años contando cómo se roba, se mata y se miente a indiferentes que se resisten a comprobar que hoy es aquél mañana que ayer no te importó. Tácticamente erróneos, algunos  siguen  hablando de los dirigentes. Sin hablar de la gente, a la que esos dirigentes tanto se parecen.

      Podrá morir un fiscal horas antes de hacer públicos sus argumentos para denunciar a la Presidente de la nación. Podrán quemar viva a una familia para robarles. Podremos devolverle un cadáver a la madre que nos entregó un hijo. La angustia recorrerá cuerpo y alma de los que ven chicos que en el país de las vacas no gustaron el sabor de la leche. Los hijos del Poder podrán violar y matar a todas las chicas que no sepan como enamorar. Podrán crecer los sobreprecios, la falta de agua y de luz. Podrán muchos morir en la víspera y otros cobrar contentos la limosna de la que jamás dejarán de depender. Todo puede suceder.

     Y una vez sucedido, a montones no se les moverá un pelo y hasta dirán y escribirán sus estupideces pagas mientras el resto se seguirá preguntando cómo no se dan cuenta que la impunidad trae más impunidad y que indignarse ante ciertas cosas es la única actitud posible de un criollo bien parido.

     Entonces uno deberá seguir contando cada día que, pobres, esa clase de personas no puede indignarse. Sencillamente no pueden.

     Porque-como hemos visto-para poder “indignarse”,  primero hay que tener “dignidad”.





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