viernes, 27 de octubre de 2017

                   EL CARÁCTER ES EL DESTINO



     El carácter de un hombre es su destino”, dijo Heráclito de Éfeso quinientos años antes de que Dios se hiciera hombre. El filósofo presocrático sabía o presentía que en todo lo que nos pasa nuestro modo de ser es determinante. Aunque a mucha gente le gusta creer que no. Creencia que evita recorrer el camino pedregoso de la autocrítica. Y que pone la responsabilidad de nuestros actos en un lugar estupendo: en los otros.

     Hace unos días Oberá eligió a su Defensor del Pueblo. Un cargo que, tomado en serio, puede tener excelentes resultados en la construcción de ciudadanía. Pero no por ahora. Ahora resultó electa la peor de todas. Patricia Nittmann es renovadora  y es, además, la ungida por el alcalde Carlos Fernández. Patricia sacó menos del diez por ciento de los votos, fue superada ampliamente por dos de los tres candidatos del Frente “Cambiemos” y sus chances de que “controle” al poder in crescendo de Fernández son tan reales como las que tiene el “Muñeco” Gallardo de dirigir a Boca.

     Patricia Nittmann fue electa por la ley de lemas. Esa ley deformante de la voluntad del ciudadano, que los electores misioneros parecen aborrecer siempre. Excepto el día que se vota. Porque mientras sigan eligiendo diputados provinciales renovadores y concejales renovadores, Carlos Rovira nunca dará la orden de que sus boys se deshagan del principal aliado electoral que tienen. Patricia Nittmann asumirá en abril de 2018 con un grado de representatividad bajísimo y una parcialidad que está a la vista de todos. Pero la contadora pública no tiene la culpa de ser parte de un sistema que es absolutamente cuestionable, pero que sigue siendo legal.

     En la elección del domingo 22 el conteo provisorio que mostraba la página web del estado provincial, indicaba que había más de tres mil votos anulados en el municipio de Oberá. Y más de seiscientos recurridos. Una barbaridad. En el escrutinio definitivo fue al revés. Lo que apareció como voto anulado se convirtió en voto en  blanco y viceversa. Se sabe, y se supo mientras se votaba, que hubo demasiadas boletas de “Cambiemos” estratégicamente rotas. El lema renovador le ganó al lema “Cambiemos” por apenas 136 votos cuando cinco veces esa cifra quedó sin contar. Poco serio. Ameritaría exigir aperturas de urnas. Armar un buen batifondo republicano en defensa de la voluntad popular. Contar voto a voto.  Porque casi todo lo que el estado misionero hace, en manos renovadoras, es poco serio. Es más. Roberto Silverstone, el candidato a Defensor del Pueblo que fue casi plebiscitado por los obereños, aún espera que la “justicia” le diga si va a asumir o no su banca de concejal que le correspondía en 2011, cuando debió ser un edil más de la Unión Cívica Radical (un episodio surrealista que le hubiera encantado filmar a Luis Buñuel). Fue aquella vez que los muchachos renovadores se tomaron una agaromba y el hecho de pasar por encima de la propia constitución provincial no les importó mucho (el asunto del tercio garantizado a las minorías). 

     Pero, ¿por qué la renovación siempre hace lo que se le da la gana?

     Todo se explica en la previa a cada elección. No solo con los resultados de cada una. Se explica por una dirigencia opositora que se niega a tomar ácido fólico y sufre de anemia política crónica. Cada uno hace la suya y la mayoría la hace mal. Son incapaces de enfrentar al aparato de propaganda oficial y se comportan como si debieran pedir disculpas por disentir. Tienen miedo de ir a fondo y muchos de ellos no se comprometen ni a una conversación. Nadie se le planta ni a Rovira ni al capanga que maneja su municipio ni a los tartufos de los mass-media. Encima la mayoría aparece para las elecciones y después se borra hasta las próximas. En el medio, la renovación juega sola. También es común observar como personas que mantienen una postura muy distante de la renovación, ante la inminencia del acto electoral, se van moderando, algunas hasta se acercan al oficialismo y, más de una vez, militan, trabajan o son candidatos. Cobardes y borocotóes, aliados, son difíciles de derrotar.

          La suma de una sociedad abúlica y una dirigencia pusilánime mantienen intacto el statu quo. 

     Con el vasallaje manejándose así, salvo excepciones que hemos marcado reiteradamente con nombre y apellido, vivir en Oberá se parece a aquella película norteamericana de los años noventa, “El día de la marmota”, con Bill Murray. Phil, un meteorólogo, viaja a un pequeño pueblo de Pennsylvania en el que cada 2 de febrero el comportamiento de la marmota en una fiesta, determina cuánto va a durar el invierno. Tras observar al animalito, Phil se va a dormir y, por un extraño fenómeno, se despierta en el mismo día. Otro 2 de febrero. Y así cada día. Siempre es 2 de febrero. Siempre vive el mismo día. Siempre ocurre lo mismo. 

    Cualquier crónica del día de mañana en Oberá sería un calco de una crónica de cualquier día de hace una década. Los mismos problemas. Los mismos abusos. La misma gente entronizada en el Poder. Las mismas quejas. El mismo comportamiento social. Todos los días igual hasta tornarse tóxico. 

     La gente de “Cambiemos” celebra que en Oberá ganaron las elecciones para todas las categorías legislativas. Parece una celebración sectorial que intentan forzar para que alcance un júbilo colectivo que no se da. La ciudadanía no está contenta. No le alcanza. Y no les alcanza porque saben que el cargo que realmente preocupaba al alcalde Fernández quedó en manos de una de sus amigas. Pero esa disconformidad es tímida y carente de líderes que la canalicen. Así las cosas, con el tipo de oposición que tiene enfrente, Fernández debería colocar una hamaca paraguaya en su oficina,  acostarse a tomar una medida de “Jack Daniels” y dejar que el viento que entre por la ventana lo despeine. Tiene el 2019 en sus manos. 

     Los déspotas de Oberá hacen lo que quieren. Y no hay reacción ciudadana. Excepto la queja virtual en las redes sociales y entre los propios contactos. Un modo de refunfuñar en una zona de confort que no desacomoda a nadie ni cambia nada. Y la dirigencia es una expresión más expuesta de esa forma de actuar.


     La dirigencia obereña tiene su carácter.

     Y ese es su destino.

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