viernes, 22 de junio de 2018


                  ONCE CONTRA UNO

    



     
     La sociedad argentina del siglo XXI ha conseguido que el tener en la selección nacional de fútbol al mejor jugador del mundo, sea un problema.

     La primera reacción frente a este enunciado es negarlo. O acotarlo. ¿La sociedad? No. “Parte de ella”. “Ciertos periodistas”. “Sus compañeros”. “Los técnicos que lo dirigen”. Y expresiones por el estilo. Esa reacción, que tiene mucho de negación, es parte del problema.

     En una expresión más del pensamiento mágico, que en la Argentina tiene clara ventaja en el historial contra el pensamiento crítico, nos gusta creer que Lionel Messi tiene la obligación de “salvarnos” en cada partido que juega. Esa es la “táctica” del equipo nacional desde hace años.  Esperar que se la den a él y apile jugadores, o meta goles de tiro libre clavándola en un ángulo ¿Por qué tiene que hacer eso? Porque lo hace siempre en el Barcelona.

     Y cómo en la selección eso lo hace muy poco, y nadie se toma el laburito de examinar no que hace de distinto Messi con el Barcelona sino que hace de distinto el Barcelona con Messi, el rosarino suele recibir un mote que es uno de los clichés favoritos entre la cibergilada: el de “pecho frío”.

     Así, en cada partido, pareciera ser Messi contra los equipos rivales. Once contra uno. Para adorarlo hasta el paroxismo si nos salva, como aquella noche que metió tres goles en Ecuador para que podamos estar en Rusia. O para masacrarlo, como después del pésimo encuentro que jugó contra Croacia.

     La selección ha vuelto a vivir como en las épocas A.M. (antes de Menotti). Como en los años sesenta y los comienzos de los setenta, cuando ser convocado a ella era quemarse, cuando nuestros grandes jugadores jamás conformaban un equipo, cuando los intereses de los clubes estaban bien por encima del interés del seleccionado y los dirigentes eran, a la manera del “Guazón” de Heath Ledger, agentes del caos.

     Ante sucesivos desencantos de una popular ganada por la ansiedad del placer inmediato, se fue generando una estadística contundente: el domingo 4 de julio de 1993, en el estadio “Monumental” de Guayaquil, Ecuador, la Argentina le ganó 2 a 1 a México con dos goles de Gabriel Batistuta y levantó su decimocuarta  Copa América. Fue el último título ganado por una selección en mayores. El técnico era Alfio Basile, consagrado bicampeón porque en 1991 también había logrado la copa jugada en Chile. Pasaron veinticinco años. Un cuarto de siglo. Y seis copas mundiales, siete con la de Rusia. Y nueve ediciones de Copa América. Sin ganar nada.

      Desde aquella fría tarde de julio del 93 hasta hoy, en la selección jugaron tipos de la dimensión de Goycochea, Islas, Ruggeri, Redondo, Simeone, Caniggia, Ortega, Balbo, Maradona, Burgos, Ayala, Zanetti, Verón, Almeyda, Gallardo, Crespo, Sorín, Aimar, el “Kily” González, Milito,  Cambiasso, Mascherano, Riquelme, Saviola, Tévez, Sergio Romero, Agüero, Palermo, Higuaín y Messi, entre otros.

     Y dirigieron Alfio Basile-dos veces-, Daniel Passarella, Marcelo Bielsa, José Pékerman, Diego Maradona, Sergio Batista, Alejandro Sabella, Gerardo Martino, Edgardo Bauza y Jorge Sampaoli. Once técnicos y doce ciclos.

     Como se verá, echarle la culpa de los sucesivos fracasos exclusivamente a Lionel Messi es, por lo menos, de gente mal informada.

     Y pretender que Lionel Messi  gambetee a cinco rivales por partido, meta el gol, y nos lleve derecho a levantar nuestra tercera copa del mundo ante la mirada de sus diez compañeros haciendo de meros testigos, es, por lo menos, de gente torpe.

     El único mesías verdadero pisó esta tierra hace dos mil años. El resto son mortales que se equivocan.

     Pero estamos en épocas de claro retroceso de la profundidad. Nos gustan las explicaciones de ciento cuarenta caracteres o de veinticinco segundos. Y nos gusta ser coyunturales, no estructurales. Nos gusta creer en iluminados y líderes mesiánicos, con los que pasamos del amor al odio. Eso causa menos fatiga que preguntarnos si es posible hacer las cosas mal y que salgan bien. Como si las metas nada tuvieran que ver con el trabajo y llegar a ellas dependiera de algo metafísico.

     Cuando un país con una historia de títulos y de jugadores riquísima, con actores del presente que ganan, gustan y salen campeones en las ligas de España, Italia o Inglaterra, se clasifica a una copa del mundo con el Jesús en la boca y vive de frustración en frustración, seguramente hay más de uno haciendo las cosas mal.

      Hace poco el jugador Paulo Dybala declaró que “es difícil jugar con Messi”. Llamativo que el delantero de la Juventus  aún no haya aprendido que lo difícil no es jugar con los buenos, sino con los troncos.

      Que Messi sea argentino y juegue para nosotros debería facilitarnos las cosas, no complicarlas. Eso no significa de ningún modo eximirlo de críticas cuando juega mal o se ausenta de los partidos, cosa que hace seguido en la selección. Significa buscar la manera de aprovechar lo que se tiene, mientras se lo tiene, y que un día ya no se tendrá y se extrañará. Como nos pasó con Maradona.

      El poeta griego Sófocles dijo que "No haber nacido nunca puede ser el mayor de los favores".

      Debe ser que la vida es muy injusta con nosotros. Habiendo tantos países donde pudo engendrarse al mejor jugador de fútbol del mundo, justo viene a nacer acá.

     En la Argentina.



    
    
    

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