Entre los clásicos de los libros de “autoayuda” existe uno escrito hace dos siglos y medio, en 1748, que no se menciona como tal. ¿Su título?
“El espíritu de las leyes”.
¿Su autor? Charles Louis de Secondat,
Señor de la Brede y Barón de Montesquieu.
¿En qué ayuda? Instruye sobre la imprescindible División de Poderes que
preserva a las Democracias, en las
que funciona un sistema de controles al propio Poder político, de las Tiranías, en las que todo se concentra
en la voluntad de quién gobierna. A ver si somos más contundentes: en
Democracia hay alternancia en el Poder, el Poder no se concentra en uno solo,
impera la ley por encima de la voluntad de quién manda, se asume que las
mayorías son circunstanciales, hay respeto por las minorías, quién gana los
comicios se legitima pero eso no le da la “razón”, se rinde cuenta de los actos
de gobierno, la prensa pregunta y repregunta y
la Constitución se reforma cada vez que el Racing Club de Avellaneda
sale campeón. En las Tiranías sucede lo opuesto: quién gobierna se queda más
años de lo debido, el Poder lo ejerce uno solo, los que ganan creen tener
razón, los que pierden se transforman en marginales o clandestinos, se hace lo
que se quiere y al que le gusta bien y sino también, el periodismo se hace
levantando un teléfono desde Casa de Gobierno y la Constitución siempre jode
los intereses del que gobierna entonces se la cambia más seguido que los
pañales a un bebé de meses.
América Latina tiene una largo y
lamentable historial de Dictaduras militares que usurparon el Poder legítimo
para asumir uno de facto. Y también tiene un largo y lamentable historial de Tiranos con votos. Votos provenientes
de pueblos subyugados por la ignorancia cívica, la represión intelectual, la redistribución de la pobreza, oposiciones servidas “a la
carta” del propio Poder, la autocensura crónica y un patético conformismo de
las masas que toleran comer sólo las sobras del gran banquete que disfrutan
diez tipos.
La Argentina
de Cristina Kirchner es el ejemplo
perfecto de una Tirana con votos. Todos los días se jacta de la manera más
obscena posible de su falta de escrúpulos para ejercer el Poder. Hace
literalmente lo que se le canta sin que haya un solo límite. En los últimos
tiempos, después de una década de dejar hacer, la Corte Suprema de Justicia de
la Nación metió un par de fallos en contra de sus intereses que impactan mucho
más por lo que tuvieron de excepcional que por algo habitual. Ahora, los
domingos a la noche, millones de argentinos “descubrieron” y “escucharon” mirando el programa de Jorge Lanata lo que no quisieron ver
durante diez años (y por cierto que hubo quién se los mostraba o decía por
radio, televisión, cable, gráfica, internet y hasta por sms.). Lo mismo habían
hecho con Carlos Menem. También,
otros diez años.
¿Qué hacer con una sociedad que cree, ilusa y tontamente, que pueden
progresar en serio dándole todo el Poder a alguien sin que nadie lo controle y
que repara en su error sólo cuándo tarda más en encontrar el fondo de su
bolsillo?
La modernidad, en política, reconoce su
génesis con la limitación del Poder Público frente a la gente. Es lo que
Montesquieu concibió como un sistema de “checks
and balances” (controles y
contrapesos). Demasiada ignorancia cívica, cuando no brutalidad, hay en estas
latitudes como para que el grueso de la población entienda de una buena vez que
una mejor calidad institucional trae
aparejada una mejor calidad de vida.
Entonces,
diría Mariano Moreno, como no saben salir de la Tiranía, solo
saben cambiar de Tiranos.
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