LOS HIJOS DE PUTIN
“La muerte de
cualquiera me afecta, porque me encuentro unido a toda la humanidad; por eso,
nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti.”
(John Donne,
poeta metafísico inglés, siglo XVII)
El progresismo vernáculo, hoy más berreta
que ayer pero menos berreta que mañana, suele simpatizar con cualquiera que
tenga intereses contrapuestos a los de Estados Unidos (“intereses”, no “ideas”).
Aunque el cualquiera de hoy sea un autócrata como Vladimir Putin, mucho más
cercano del zar Pedro el Grande que de Lenin. La situación se agrava para estos
progresistas de Facebook si es que viven en Oberá, una tierra habitable gracias
no al esfuerzo de Cristina Kirchner o Carlos Rovira, sino al de inmigrantes que
vinieron a buscar vida desde el mismo lugar, Ucrania, en el que ahora y por
culpa de su nuevo ídolo, hay tanta muerte.
No se trata de buenos y de malos. Sobre
Estados Unidos y las secuelas devastadoras de sus “bombardeos democráticos” se
puede hablar y adjetivar durante horas. Pero esa puesta en práctica del
principio de que “el enemigo de mi enemigo es mi amigo” puede llevar a defender
barbaridades. Que es lo que hacen unos cuántos energúmenos que ni siquiera se
dan cuenta.
Las personas suelen pagar el precio de los
sueños de poder de quiénes la van de semi-dioses. Y pagan con sus vidas. Eso
debería horrorizarnos siempre. También ahora que pasa en Ucrania. En vez de eso
se escuchan y se leen explicaciones de pretendidos expertos en geopolítica a
los que, se les nota, no les importa nada del sufrimiento de gente inocente.
Qué sano es no ser así.
Que sano es que la muerte de cada ser
me afecte, que cuando las campanas doblan se me escape siempre una lágrima, y
que cualquier guerra me indigne.
No quiero ser un reverendo hijo de
Putin…
Walter
Anestiades
(foto: agencia AFP)
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