viernes, 11 de marzo de 2022

 

                  LOS HIJOS DE PUTIN

 

     “La muerte de cualquiera me afecta, porque me encuentro unido a toda la humanidad; por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti.”

(John Donne, poeta metafísico inglés, siglo XVII)

     El progresismo vernáculo, hoy más berreta que ayer pero menos berreta que mañana, suele simpatizar con cualquiera que tenga intereses contrapuestos a los de Estados Unidos (“intereses”, no “ideas”). Aunque el cualquiera de hoy sea un autócrata como Vladimir Putin, mucho más cercano del zar Pedro el Grande que de Lenin. La situación se agrava para estos progresistas de Facebook si es que viven en Oberá, una tierra habitable gracias no al esfuerzo de Cristina Kirchner o Carlos Rovira, sino al de inmigrantes que vinieron a buscar vida desde el mismo lugar, Ucrania, en el que ahora y por culpa de su nuevo ídolo, hay tanta muerte.

     No se trata de buenos y de malos. Sobre Estados Unidos y las secuelas devastadoras de sus “bombardeos democráticos” se puede hablar y adjetivar durante horas. Pero esa puesta en práctica del principio de que “el enemigo de mi enemigo es mi amigo” puede llevar a defender barbaridades. Que es lo que hacen unos cuántos energúmenos que ni siquiera se dan cuenta.

     Las personas suelen pagar el precio de los sueños de poder de quiénes la van de semi-dioses. Y pagan con sus vidas. Eso debería horrorizarnos siempre. También ahora que pasa en Ucrania. En vez de eso se escuchan y se leen explicaciones de pretendidos expertos en geopolítica a los que, se les nota, no les importa nada del sufrimiento de gente inocente.

       Qué sano es no ser así.

        Que sano es que la muerte de cada ser me afecte, que cuando las campanas doblan se me escape siempre una lágrima, y que cualquier guerra me indigne.

        No quiero ser un reverendo hijo de Putin…

 

Walter Anestiades

(foto: agencia AFP) 

 

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