domingo, 15 de octubre de 2023

 

         LA TORTURA DE LA ESPERANZA

 


    ¿Alguna vez viste “Cuentos de Terror” narrados por el escritor argentino Alberto Laiseca? Con la dirección de la reconocida dupla Mariano Cohn y Gastón Duprat (responsables del film “El ciudadano ilustre”, con Oscar Martínez), el ciclo se realizó hace un par de décadas y aún se puede ver en las madrugadas por el canal de cable I-SAT.

     En ese ciclo Albero Laiseca, un escritor nacido en Rosario y fallecido hace siete años a los 75, revela que, además de ser estupendo tecleando, es aún mejor narrando. En cada capítulo narra, con acertadísimas cualidades actorales, cuentos cortos de los más grandes escritores universales. “Cuentos de Terror” con Alberto Laiseca se filmó entre 2002 y 2005.

     A días de elegir al presidente de la Argentina, puede que en primera vuelta, puede que en balotaje, se nos ocurrió detenernos en uno de los textos magistralmente contados por Laiseca: “La esperanza”, del conde Auguste Villiers de L'Isle-Adam, escritor francés del siglo XIX.

“Cierto atardecer, el venerable Pedro Argüés, un fraile dominico que era el tercer Gran Inquisidor de España, seguido de un fraile redentor (encargado del tormento) y precedido por dos familiares del Santo Oficio provistos de antorchas, descendió a un calabozo del que emanaban olores nauseabundos. Allí, en uno de esos calabozos de la Inquisición, se encontraba el rabí Abarbanel, judío aragonés, quién llevaba un año sufriendo torturas para que saliera de “su error teológico” y cambiara de religión. Abarbanel tenía una argolla de hierro en el cuello, estaba físicamente muy mal, pero había resistido la abjuración.

     Pedro Argüés se le aproximó y le dijo: “Hijo mío, alégrate: Tus torturas van a tener fin. En presencia de tanta obstinación, aún empleando tantos rigores, comprobé que mi tarea fraternal de corrección tiene límites. Sólo a Dios le toca determinar lo que ha de sucederle a tu alma. Tal vez la infinita clemencia lucirá para ti en el supremo instante. Esperemos eso, porque hay ejemplos. Esta noche ya nadie te va a hacer sufrir. Aprovecha a descansar bien que mañana a la mañana serás llevado al quemadero, junto a otros cuarenta y uno como tú. Como vas a estar en la última fila vas a tener el tiempo necesario para invocar a Dios, para ofrecerle este bautismo de fuego, que es el del Espíritu Santo. Confía en la luz y duerme”.

     El Inquisidor ordenó que desencadenaran al desdichado rabino y lo abrazó tiernamente. Lo abrazó luego el fraile redentor y hasta le rogó que le perdonara los tormentos que le aplicó. Y el prisionero se quedó solo. Pasado un rato miró la puerta cerrada y pensó: “¿la habrán cerrado?” Tras el cambio de postura de sus verdugos, una esperanza mórbida lo agitó. Suavemente, deslizando el dedo con suma precaución, atrajo la puerta hacia él. Y resultó que la puerta estaba cerrada, pero mal cerrada. Y la pudo abrir. Empezó a escapar. Trepó cinco o seis peldaños y escapó buscando una luz entre tanta penumbra. Se escapaba lentamente, sus fuerzas no le daban para más. Y los dolores de su cuerpo, menos.

     Su mente no lo dejaba en paz. Pensaba que si lo atrapaban volverían los tormentos y peores. Pero también pensaba en poder escapar de una vez. La esperanza pudo más.

     Extenuado de dolores y de hambre, temblando de angustia, seguía avanzando por un pasillo oscuro que parecía interminable. Encima, cada tanto sentía el ruido de sandalias, alarma de peligro. De pronto sintió frío sobre las manos que apoyaba en una de las paredes: el frío venía de una rendija bajo una puerta. ¡Había encontrado una puerta! No tenía cerraduras. Solo un picaporte. Lo giró y la puerta se abrió a una noche de estrellas. Era plena primavera. Era la libertad. Era la vida. Los jardines daban al campo, que se prolongaba hacia una sierra, en el horizonte. Ahí estaba la salvación. Correría toda la noche. Una vez en las montañas, estaría a salvo. Respiró el aire sagrado, el viento lo reanimó, sus pulmones resucitaban. Y para bendecir otra vez a su Dios, que le acordaba esta misericordia, extendió los brazos, levantando los ojos al firmamento. Fue un éxtasis.

     Entonces la sombra de sus brazos volvió sobre él. Como si se abrazara a sí mismo.  Pero no eran sus brazos. Estaba en brazos del Gran Inquisidor, de Pedro Argüés, que lo miraba con los ojos llenos de lágrimas y con el aire del pastor que encuentra la oveja descarriada.

     El rabino entendió entonces que todo lo vivido desde que la puerta de su celda quedó mal cerrada no era más que un suplicio previsto. El Inquisidor le dijo: “Cómo, hijo mío! ¿En vísperas, tal vez, de la salvación, querías abandonarnos?”

     Abarbanel, después de todo lo padecido, había sido sometido a una última tortura: la tortura de la esperanza.

      Quiera Dios que la realidad nos desmienta. Pero puede que los argentinos, votemos a quién votemos, estemos sufriendo el mismo tormento.

     La tortura de la esperanza…

 

 

Walter Anestiades

 

    

 

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