LA
TORTURA DE LA ESPERANZA
¿Alguna vez viste “Cuentos
de Terror” narrados por el escritor argentino Alberto Laiseca? Con la dirección
de la reconocida dupla Mariano Cohn y Gastón Duprat (responsables del film “El
ciudadano ilustre”, con Oscar Martínez), el ciclo se realizó hace un par de
décadas y aún se puede ver en las madrugadas por el canal de cable I-SAT.
En ese ciclo
Albero Laiseca, un escritor nacido en Rosario y fallecido hace siete años a los
75, revela que, además de ser estupendo tecleando, es aún mejor narrando. En
cada capítulo narra, con acertadísimas cualidades actorales, cuentos cortos de
los más grandes escritores universales. “Cuentos de Terror” con Alberto Laiseca
se filmó entre 2002 y 2005.
A días de
elegir al presidente de la Argentina, puede que en primera vuelta, puede que en
balotaje, se nos ocurrió detenernos en uno de los textos magistralmente
contados por Laiseca: “La esperanza”, del conde Auguste Villiers de L'Isle-Adam,
escritor francés del siglo XIX.
“Cierto atardecer, el venerable Pedro Argüés, un fraile
dominico que era el tercer Gran Inquisidor de España, seguido de un fraile
redentor (encargado del tormento) y precedido por dos familiares del Santo
Oficio provistos de antorchas, descendió a un calabozo del que emanaban olores
nauseabundos. Allí, en uno de esos calabozos de la Inquisición, se encontraba el
rabí Abarbanel, judío aragonés, quién llevaba un año sufriendo torturas para
que saliera de “su error teológico” y cambiara de religión. Abarbanel tenía una
argolla de hierro en el cuello, estaba físicamente muy mal, pero había
resistido la abjuración.
Pedro Argüés
se le aproximó y le dijo: “Hijo mío, alégrate: Tus torturas van a tener fin. En
presencia de tanta obstinación, aún empleando tantos rigores, comprobé que mi
tarea fraternal de corrección tiene límites. Sólo a Dios le toca determinar lo
que ha de sucederle a tu alma. Tal vez la infinita clemencia lucirá para ti en
el supremo instante. Esperemos eso, porque hay ejemplos. Esta noche ya nadie te
va a hacer sufrir. Aprovecha a descansar bien que mañana a la mañana serás
llevado al quemadero, junto a otros cuarenta y uno como tú. Como vas a estar en
la última fila vas a tener el tiempo necesario para invocar a Dios, para
ofrecerle este bautismo de fuego, que es el del Espíritu Santo. Confía en la
luz y duerme”.
El Inquisidor
ordenó que desencadenaran al desdichado rabino y lo abrazó tiernamente. Lo
abrazó luego el fraile redentor y hasta le rogó que le perdonara los tormentos
que le aplicó. Y el prisionero se quedó solo. Pasado un rato miró la puerta
cerrada y pensó: “¿la habrán cerrado?” Tras el cambio de postura de sus verdugos,
una esperanza mórbida lo agitó. Suavemente, deslizando el dedo con suma
precaución, atrajo la puerta hacia él. Y resultó que la puerta estaba cerrada,
pero mal cerrada. Y la pudo abrir. Empezó a escapar. Trepó cinco o seis
peldaños y escapó buscando una luz entre tanta penumbra. Se escapaba
lentamente, sus fuerzas no le daban para más. Y los dolores de su cuerpo,
menos.
Su mente no lo
dejaba en paz. Pensaba que si lo atrapaban volverían los tormentos y peores.
Pero también pensaba en poder escapar de una vez. La esperanza pudo más.
Extenuado de
dolores y de hambre, temblando de angustia, seguía avanzando por un pasillo
oscuro que parecía interminable. Encima, cada tanto sentía el ruido de
sandalias, alarma de peligro. De pronto sintió frío sobre las manos que apoyaba
en una de las paredes: el frío venía de una rendija bajo una puerta. ¡Había
encontrado una puerta! No tenía cerraduras. Solo un picaporte. Lo giró y la
puerta se abrió a una noche de estrellas. Era plena primavera. Era la libertad.
Era la vida. Los jardines daban al campo, que se prolongaba hacia una sierra,
en el horizonte. Ahí estaba la salvación. Correría toda la noche. Una vez en
las montañas, estaría a salvo. Respiró el aire sagrado, el viento lo reanimó,
sus pulmones resucitaban. Y para bendecir otra vez a su Dios, que le acordaba
esta misericordia, extendió los brazos, levantando los ojos al firmamento. Fue
un éxtasis.
Entonces la
sombra de sus brazos volvió sobre él. Como si se abrazara a sí mismo. Pero no eran sus brazos. Estaba en brazos del
Gran Inquisidor, de Pedro Argüés, que lo miraba con los ojos llenos de lágrimas
y con el aire del pastor que encuentra la oveja descarriada.
El rabino
entendió entonces que todo lo vivido desde que la puerta de su celda quedó mal
cerrada no era más que un suplicio previsto. El Inquisidor le dijo: “Cómo, hijo
mío! ¿En vísperas, tal vez, de la salvación, querías abandonarnos?”
Abarbanel,
después de todo lo padecido, había sido sometido a una última tortura: la tortura de la esperanza.
Quiera Dios
que la realidad nos desmienta. Pero puede que los argentinos, votemos a quién
votemos, estemos sufriendo el mismo tormento.
La tortura de
la esperanza…
Walter Anestiades
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